Con las revoluciones burguesas, y muy particularmente con la revolución de 1789, surgió un nuevo mundo, aquel que estableció la igualdad jurídica de todos los ciudadanos ante la ley, lo cual supuso la supresión de cualquier diferencia cualitativa entre unos y otros.
Se rompió el marco de referencia comunitario al atomizar la sociedad por medio del individualismo. Todos y cada uno de los miembros de la sociedad no son más que individuos, formalmente iguales, con los mismos derechos y las mismas obligaciones ante el Estado. Se rompió así cualquier diferenciación cualitativa para imperar otra de carácter cuantitativo en función de la renta y la propiedad. El lazo social quedó roto y el único vínculo entre los hombres lo pasó a ser el dinero y las relaciones económicas resultantes del sistema capitalista.
El carácter funcional y cualitativo del hombre en la sociedad tradicional venía dado por las jerarquías que prevalecían en este mundo, pero con las revoluciones burguesas esta realidad fue sustituida por otra, aquella con la que se hacía tabula rasa con el ordenamiento jurídico anterior y establecía un único centro de poder encarnado por el Estado. A partir de entonces, entre el Estado y el ciudadano ya no había ningún cuerpo intermedio, el igualitarismo trajo consigo la era de las masas.
El triunfo de esta era de las masas supuso también el triunfo del reino de la cantidad, la cual se estableció como criterio diferenciador dentro de la nueva sociedad. Por tanto, las masas no fueron más que el resultado deconstructor del mundo tradicional. La colectividad dejó de estar organizada y jerarquizada funcionalmente para pasar a estarlo de acuerdo a criterios económicos; asimismo, el individuo al perder el lazo social y su valor cualitativo que le confería su pertenencia a un estamento, terminó despersonalizado al convertirse en un número dentro de una masa amorfa. La masa suprime todas las divisiones en el eje vertical de la sociedad, y al mismo tiempo elimina todas las fronteras en el eje horizontal entre sociedades.
La existencia de un pueblo o comunidad popular implica necesariamente su organización y jerarquización, de lo cual se deduce la existencia de unos principios inigualitarios sobre los que se asienta. El individuo tiene un marco de referencia colectivo que está representado por el mito inspirador del Estado, además de suponer la norma suprema que inspira una serie de valores intersubjetivos sobre los que se fundamenta el lazo social y organiza esa dimensión comunitaria en la mentalidad del individuo.
La despersonalización es la consecuencia directa del advenimiento de la era de las masas fruto de la desintegración de la dimensión social del hombre. La nación, como concepto moderno, es concebida en estos términos, como suma gregaria de individuos pertenecientes a un mismo espacio geográfico que comparten unos mismos derechos y deberes bajo una autoridad política común.
La masa es una realidad en la que no existe la forma, que instaura la tiranía del número y reduce a sus integrantes a un mínimo común denominador, el cual dentro de las sociedades capitalistas viene determinado por el sistema económico por un lado, y el mercado por otro.
El sistema económico impone la dictadura del dinero al convertirse este en el único bien deseado dentro de la sociedad, siendo acaparado por unos pocos. Es así como el dinero lejos de ser un instrumento al servicio de la producción se convierte en un fin, en una necesidad, la cual es utilizada por la clase dominante para explotar y dominar al resto de la población en el proceso productivo con la propiedad privada y el trabajo asalariado. El hombre es convertido en una mercancía, viéndose obligado a aceptar las condiciones injustas de explotación impuestas por el capitalista.
La existencia de un mercado que abarca a la totalidad de las masas contribuye a profundizar la homogeneidad social, pues es este el que genera un marco de referencia colectivo que dicta las formas de ser, pensar y actuar al individuo. Es así como aparece el elemento cultural en la sociedad capitalista, no como personalización del hombre en un organismo social, sino como superestructura del aparato económico productivo al servicio de la clase dominante, la cual por medio del mismo universaliza sus valores con la finalidad de conseguir el consentimiento de las masas hacia el régimen imperante.
El hombre se ha convertido ya en un consumidor, un número en las estadísticas comerciales de las multinacionales, las mismas que a través del mercado con su publicidad y marketing le generan infinitud de necesidades artificiales, las cuales le empujan hacia el consumo y la consecución de ideales comerciales instaurados por la propaganda. Adopta una forma y estilo de vida que es resultado del dictado cultural de las grandes empresas, y sus valores no son otros más que el individualismo, el utilitarismo, el egoísmo, actitudes hedonistas, acomodaticias, y la persecución del máximo de bienestar material. Se pasa a vivir para lo material, porque lo que se persigue es justamente aquello que la publicidad hace desear.
La identidad como tal ha desaparecido con el advenimiento del sistema capitalista, por lo que tenemos que remitirnos a los principios que inspiran a esta forma de organización social, política y económica, aquellos principios en los que el igualitarismo, el materialismo y el individualismo constituyen su base fundamental para comprender el mundo que de él ha surgido.
Lo mismo es preciso hacer con la sociedad tradicional, volver a los principios que la inspiraban para conocer esa diferencia sustancial existente entre ambos modelos, lo cual pone de manifiesto que lo fundamental no son las formas que adquiera en un determinado momento y lugar el elemento cultural, sino la base sobre la que se asienta determinada cultura, y esa base es de carácter espiritual, metafísico.
Por todo esto carece de sentido hablar de identidad a día de hoy, pues todos compartimos la misma gracias al igualitarismo económico del capitalismo mundial, que nos ha convertido en consumidores, y por tanto en números. El way of life occidental se ha universalizado, las diferencias sociales no son cualitativas sino cuantitativas. Quien hoy habla de la identidad no ha entendido que esta no es más que un cascarón vacío, o lo que es peor, una reliquia del pasado por estar ya desprovista de cualquier referente de orden superior, trascendente y metafísico, limitándose a ser únicamente a una externalidad física y folklórica que constituye ya, en esta sociedad capitalista, un artículo de consumo de masas.
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