Juan Enrique Vargas
Decano de Derecho Universidad Diego Portales
Resulta comprensible la preocupación expresada por el presidente de la Corte Suprema respecto de la formación de los nuevos abogados. A diferencia de todas las otras profesiones, en Chile es la Corte la que otorga el título de abogado. Como se comprenderá, es imposible hoy en día que ese tribunal certifique la calidad del elevado número de abogados que reciben periódicamente ese título, y sin embargo es el nombre de la Corte el que aparece en el diploma. De allí que la primera medida que se podría sugerir sería la de eximir al Poder Judicial de esa tarea, para que sean las propias universidades las que se hagan completamente responsables de los profesionales que están entregando al mercado.
Despejado ese punto, creo que es más fácil entrar al fondo de la discusión con propuestas que sean coherentes con el sistema de enseñanza universitaria vigente en el país.
No es posible afirmar que en nuestro país exista un exceso de abogados. Los indicadores internacionales dicen lo contrario. En el país hay 13,3 abogados por cada cien mil habitantes, bastante menos que en Argentina (35,3), Brasil (28,1), Canadá (22,4) o el estado de Nueva York (20,4), por sólo citar algunos ejemplos de países con diversas realidades. Por otra parte, cuál es el número óptimo de abogados es una pregunta que en las investigaciones especializadas no tiene respuesta. Lo que sabemos es que países con un grado de desarrollo similar al nuestro poseen muchos más abogados.
Tampoco es correcto afirmar que los abogados que hoy forma el sistema queden desempleados.
El ámbito del derecho y de la justicia ha tenido una enorme expansión en los últimos años, generando muchas plazas para abogados y posibilidades de acceso para las personas a servicios jurídicos antes desconocidos. Todo ello ha sido posible porque contamos con más abogados. De hecho, el 92% de ellos tiene trabajo al segundo año de titulados y un 96%, al cuarto. Sus remuneraciones promedio los sitúan como la sexta carrera mejor rentada del país (con ingresos promedio de $860.000 al primer año de trabajo y de $1.700.000 al quinto). No se trata, entonces, de una profesión pauperizada.
Por cierto -y una vez dicho lo anterior- existen muchas diferencias de calidad entre los abogados que se titulan, al haber proyectos universitarios serios y probados y otros que merecen más dudas. Y la línea de la virtud en esta materia -sobra decirlo- no coincide con aquella que separa a las universidades públicas de las privadas.
Ese sí -el de la calidad- es un tema que hay que encarar con rigor.
Desde luego, resulta socialmente relevante garantizar a las personas que contratan a un abogado que recibirán un trabajo profesional de calidad, pues para ellas es muy difícil acceder a la información necesaria para evaluarlos, y las consecuencias de un servicio legal de mala calidad pueden ser extremadamente graves. La forma de asegurar la calidad de un proyecto universitario en el país es a través de su acreditación ante la Comisión Nacional de Acreditación, donde se mide la coherencia entre lo que se ofrece y lo que efectivamente se da. Pero en Chile la acreditación de las facultades de Derecho es facultativa, y tan sólo nueve de las 42 universidades que imparten la carrera están acreditadas. La política natural que habría que adoptar, si se quiere avanzar en este sentido, es convertir en obligatoria la acreditación, o al menos establecer incentivos que fuercen a las instituciones a realizarla.
Alternativamente, se ha planteado la idea de establecer un examen nacional para los egresados de Derecho, tal cual como hoy se está haciendo en Medicina. Esta idea parece menos atractiva, pues tendería a uniformar la enseñanza legal, desalentando las propuestas más innovadoras, en un contexto en que existe gran insatisfacción por la forma en que tradicionalmente se ha educado a los abogados en nuestro país. Lo más probable es que un examen así terminaría premiando a estudiantes poco reflexivos, pero hábiles a la hora de memorizar códigos y clasificaciones de manual.
Estas medidas tendrían que ser complementadas con un sistema de control ético eficaz del que hoy, lamentablemente, carecemos.
CONSULTEN, OPINEN , ESCRIBAN LIBREMENTE
Saludos
Rodrigo González Fernández
Diplomado en RSE de la ONU
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