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       Decía  G. K. Chesterton que el auténtico aventurero no es quien da la vuelta al mundo,  sino el que es capaz de saltar por encima del muro del jardín de su vecino. Y  una vez saltado, entablar una relación. En su ensayo La  aventura de la familia el  escritor británico esgrime la tesis de que el hombre es la más terrible de todas  las bestias. Y la persona que puede confrontar de igual a igual nuestros  principios es precisamente la gente que más cerca tenemos. El hombre moderno,  escribió Chesterton, viaja a lugares exóticos para huir de la calle donde nació.  Las mujeres que masajeaban al electricista jubilado Josef Fritzl, cuando éste  viajaba desde Austria a Tailandia, nunca le preguntarían nada incómodo, ni se  iban a mofar en su cara por verle en tanga. Sin embargo, el panadero Funther  Prarreiter, de 38 años, que vive al lado de su portal sí que podía preguntarle  al viejo Josef, de 73 años, por su hijo Josef, de 50, soltero, tímido,  solitario, introvertido. La prensa no ha hablado apenas de ese hijo que vivía  hasta esta semana bajo el mismo techo que sus padres, al lado de la panadería.  "Aquí venía el viejo Josef Fritzl a comprar todos los viernes y sábados. Se  llevaba 10 panecillos pequeños y un kilo de panes grandes. El resto de los días  solía venir Rosemarie, su esposa", cuenta Prarreiter.
    Fritzl  bajó a su hija al sótano en 1984 con la excusa de subir una carga
   Los  niños vieron las violaciones durante nueve años, cuando sólo tenían un  cuarto
   Era  una cárcel infantil, de 1,70 de altura y sesenta metros cuadrados
   "Cuando  entraba en una habitación, los hijos se callaban y se quedaban  quietos"
   La  entrada a la casa estaba vetada a los amigos de sus hijos  conocidos
   Josef  Fritzl, el monstruo  de Amstetten, levantó muros  invisibles entre él y sus vecinos. Muros que a nadie en este pueblo de 23.000  almas llamaban la atención, porque están acostumbrados bien a no verlos o bien a  respetarlos. En Amstetten nadie sabía que Fritzl había intentado violar a una  mujer de 21 años en septiembre de 1967 en la ciudad vecina de Linz. Nadie sabía  tampoco que había pasado 18 meses en la cárcel por violar a otra de 24 años en  Linz también. La víctima de entonces, ahora una enfermera jubilada, ha  rememorado cómo se despertó aquella noche de octubre cuando alguien tiraba de la  colcha de su cama. "Pensé que se trataba de mi marido, que había vuelto". Pero  era Fritzl, que había penetrado en la casa por la ventana de la cocina y  empuñaba un cuchillo. "Me dijo que si gritaba me mataría".
 En  Austria, los antecedentes por delitos sexuales desaparecen de los archivos  judiciales al cabo de 10 ó 15 años, según los casos. Ésa puede ser la razón por  la que en 1994, cuando la policía investigó los antecedentes de Fritzl antes de  permitirle adoptar un bebé, no encontraron ninguna mancha en su historial.
 En  Amstetten el viejo electricista estaba considerado como una persona afable. Los  vecinos lo veían pasar con su Mercedes gris plateado. Algunos sabían que fue  electricista antes de jubilarse, que tenía siete hijos con su esposa Rosemarie,  a la que conoció cuando ella frisaba los 17 y él los 22. Pero poco más  sabían.
 Uno  de aquellos siete hijos era la pequeña Elisabeth, que venía siendo violada por  su padre desde la niñez. El martes 28 de agosto de 1984, Fritz le pidió que le  ayudara a subir una carga del sótano. Y ya no volvió a ver la luz del día hasta  esta semana. Elisabeth tenía entonces 18 años. En su declaración a la policía,  Elisabeth comentó cómo el padre la mantuvo esposada a un poste los dos primeros  días, y durante los seis o nueve meses siguientes -Elisabeth no recuerda bien-  permaneció atada con una cuerda que sólo le permitía llegar al baño. Fritzl, que  ha reconocido la paternidad de todos los hijos de Elisabeth, ha negado que la  mantuviera atada.
 Fritzl  le hizo escribir una carta dirigida a la madre en la que Elisabeth le anunciaba  que había ingresado en una secta y le pedía que no la buscase. Los primeros  cinco años Elisabeth los pasó sola en el sótano, sin más visita que cuando el  padre llegaba para abusar de ella. Ocho años más tarde, en 1992, cuando ningún  vecino se acordaba apenas de ella, apareció en la puerta de Fritzl una niña bebé  como caída del cielo. Le pusieron Lisa. Al año siguiente, en 1993, otro bebé  llegó a la puerta. Y le pusieron Monika. Hace 12 años, un niño. Y le pusieron  Alexander. Los bebés llegaban acompañados o bien de alguna carta que el padre  había obligado a escribir a Elisabeth en las que pedía a Rosemarie que adoptaran  a sus hijos porque ella no podía hacerse cargo de ellos; o bien al cabo de unos  días sonaba el teléfono cuando se encontraba en casa Rosemarie, y Fritz desde  otro lugar colocaba una cinta que había obligado a grabar a la hija en la que  ésta volvía a decir que se encontraba bien y que no la buscasen.
 Tres  hijos de Elisabeth se criaron abajo sin conocer el sol, la primavera, los  amigos, los novios o las nubes; y los otros tres, arriba sin saber que la madre  de ellos estaba presa debajo de donde ellos correteaban. La primera hija de  Elisabeth nació en 1988. Se llama Kerstin. Dos años después nació Stefan.  Ninguno de los dos salieron del búnker. Después llegaron Lisa (16 años), Mónika  (15) y Alexander (12), quien nació junto a otro gemelo. Pero el gemelo sólo  vivió unos días. Para deshacerse del cadáver, Fritzl metió al niño en el horno,  de la misma forma que en 1945, cuando Josef Fritzl, tenía 10 años, gaseaban e  incineraban a los judíos en el campo de concentración de Mauthausen, a sólo  media hora en coche desde Amstetten. Los hijos de arriba corrieron mejor suerte  que los de abajo. Pero Fritzl ejercía una disciplina feroz sobre todos  ellos.
 "Era  un déspota. Cuando entraba en una habitación todos los niños se callaban y se  quedaban quietos, incluso si estaban jugando. Se sentía el miedo que todos  tenían a los castigos", comenta Christine R., hermana de la esposa de  Fritzl.
 Con  su esposa Rosemarie, según Christine R., hacía tiempo que Fritzl dejó de  acostarse. Pero con Elisabeth tuvo un último hijo hace sólo cinco años. Le  pusieron Félix y quedó condenado a vivir en el sótano. La explicación que Fritzl  dio a la policía es que su esposa Rosemarie ya no podía hacerse cargo de más  niños.
 Durante  los nueve primeros años de cautiverio, desde 1984 a 1993, el sótano sólo  disponía de una habitación. Así que, según la declaración que Elisabeth ha  efectuado a la policía, Kerstin y Stefan presenciaban las violaciones de Josef  Fritzl a su madre, al menos hasta que Kerstin cumplió cinco años y Stefan  cuatro.
 Cuando  los policías entraron en aquel búnker de unos sesenta metros cuadrados y 1,70 de  altura lo describieron como una cárcel pensada para niños. Dispone de lavadora,  lavavajillas, baño, retrete y cocina. Tiene dos puertas de acero y hormigón; una  de ellas al menos, escondida detrás de una estantería. Fritzl había ideado un  mecanismo para abrirlas con un mando a distancia con un código secreto. ¿Pero  qué les hubiese ocurrido a Elisabeth y sus tres hijos si Fritzl hubiera muerto  de forma repentina? ¿Habrían agonizado lentamente por desnutrición? Fritzl  declaró a la policía que había ideado un mecanismo para que en caso de extrema  urgencia se pudiese abrir desde dentro. La policía investiga ahora si eso es  cierto.
 En  el sótano nunca entró un médico. Kerstin, la que nació hace 20 años, iba  perdiendo poco a poco su dentadura. Sin embargo, los tres hermanos de arriba  disfrutaban de todas las ventajas de la educación en un pueblo como Amstetten.  "Lisa [la que tiene 16 años] es inteligentísima", relata su compañero de clase y  amigo, Sascha Robb. "Y además, buena persona. Siempre ayudaba a los demás. De su  madre Elisabeth no hablaba y nosotros no le preguntábamos. Eso era tabú. Y el  padre, el que nosotros creíamos que era su abuelo, también parecía buena  persona. Pero no nos dejaba ir a su casa, eso nos estaba prohibido".
 La  vida en Amstetten, como en tantas partes de este país de 8,2 millones de  habitantes, se basa en el respeto y la confianza mutua. Los periódicos están  disponibles desde primera hora de la mañana en unas bolsas de plástico que  cuelgan de las farolas. Nadie vigila. Pero todo el mundo paga. Por la noche, los  chavales de la edad de Kerstin salen a tomar una copa y a la entrada de los  bares cuelgan sus chaquetas. Nadie cobra por vigilarlas. Cada uno sabe cuál es  la suya. Los pasos de cebra son sagrados para el automovilista. Las adolescentes  como Lisa Fritzl y los viejos como su padre-abuelo circulan por el carril bici  tarareando canciones. En la rueda de prensa que ofrecen las autoridades de la  comarca, uno de los policías lee su declaración en inglés, en deferencia a los  periodistas extranjeros; y hay aparatos de traducción simultánea, con una señora  que vierte al inglés cada frase que se pronuncia en alemán. En el restaurante  del hotel Axel no está permitido al batallón de periodistas que ha aterrizado en  el pueblo trabajar con sus ordenadores. Para eso está la cafetería o el  vestíbulo. Todo en Amstetten lleva el aroma inconfundible de la  civilización.
 El  pueblo no tiene nada de especial. Viena queda a una hora y cuarto en tren o en  autovía. Linz, la ciudad donde se crió Hitler queda a otra media hora.  Salzburgo, la ciudad de Mozart, a dos horas. A 10 minutos en coche hay un lago  precioso y a 35 minutos, una estación de esquí. Las casas son robustas y las  paredes altas protegen la independencia de sus habitantes. Pero eso mismo es lo  que hace a veces casi imposible saltar la tapia del vecino, como quería  Chesterton. La propia casa de Fritzl parece hecha a prueba de cotillas. En la  parte frontal de la vivienda se aprecia un bloque gris de dos plantas con ocho  ventanas y tres buhardillas, un portal desvencijado con ocho buzones de correos  y poco más. A un lado, la panadería de Funther Prarreiter; y al otro, una tienda  de techos de escayola. En la parte de atrás, ocho ventanas, una azotea con  árboles plantados en ella, y abajo el famoso jardín en el que Josef pasaba  tantas horas.
 Fritzl  bajaba cada mañana al sótano a las nueve. "Decía que estaba trabajando en planos  de máquinas que vendía a una empresa", comenta Christine R. "A mi hermana Rosi  le tenía prohibido bajar allí. Ni siquiera le estaba permitido llevarle café. A  veces también pasaba la noche en el sótano. Ahora sabemos por qué".
 A  la policía no le consta que abusara de los seis hijos que tuvo con Elisabeth ni  de los otros seis que engendró con Rosemarie. "¿Por qué eligió a Elisabeth?", se  preguntaba un responsable policial para contestarse: "La verdad es que no lo  sabemos". Fritz no sólo no ha dado muestra de arrepentimiento, sino que en su  declaración, efectuada con absoluta serenidad, indicó a los agentes que metió a  su hija en el sótano porque quería protegerla de las drogas. La tortura pudo  haberse prolongado mucho más tiempo si no es porque su hija y nieta Kerstin, de  20 años, se encontraba grave de una enfermedad cuya causa se desconoce. Fritzl  accedió a llevarla al hospital. Los médicos observaron que Kerstin presentaba un  cuadro clínico propio de quienes han nacido tras una relación incestuosa. Las  autoridades sanitarias hicieron un llamamiento público en un canal local para  que la madre de Kerstin se presentase en el hospital de Amstetten. Entonces la  policía recibió una milagrosa llamada en la que alguien les anunció que Fritzl  iría al hospital con su hija Elisabeth. Allí les detuvieron. ¿Quién realizó esa  llamada? Los jefes policiales mantienen que no provenía de la casa de  Fritzl.
 Cuando  Stefan y Félix fueron rescatados, los niños apenas podían tolerar la luz del  sol. Los médicos han contado que ambos se comunican entre sí con una especie de  gruñidos animales y que el pequeño Félix, de cinco años, prefiere gatear a  caminar. Al montarse en el coche de la policía dijeron que sólo los habían visto  en las películas. Les impresionaban las luces del salpicadero y les asustaba la  llamarada de los faros que venían de frente. Al ver el cielo, Félix preguntó a  los policías: "¿Dios vive ahí arriba?". Los testigos que presenciaron el  reencuentro de Elisabeth con su madre Rosemarie afirman que estuvieron abrazadas  durante mucho tiempo y que Elisabeth no se quería despegar de la madre.  Elisabeth había salido con el cabello completamente blanco y parecía casi de la  misma edad de Rosemarie.
 Ahora,  Rosemarie, Elisabeth y los hijos de Elisabeth se encuentran en una sala del  hospital del pueblo, protegidas de los periodistas por vigilantes de seguridad.  Elisabeth y sus hijos Stefan y Félix presentan problemas de referencia espacial  y de adaptación a la luz. Los médicos les han habilitado una habitación oscura  para que puedan descansar. Josef Fritz aguarda su juicio en una celda de  aislamiento, a resguardo de los presos comunes. Y Kerstin continúa en coma. El  número 40 de la calle Ybbsstrasse permanece custodiado día y noche por  policías.
 Algunos  vecinos que se acercan con sus bicicletas ante la casa aseguran, sin permitir  revelar sus nombres, que Rosemarie tenía que saber algo, que no se puede  mantener a una familia bajo el propio suelo tantos años sin el consentimiento de  ella. Pero Elisabeth ha exculpado a la madre en su declaración a la policía.
 El  sótano disponía de una tele. Mediante ese aparato pudo ver Elisabeth el  llamamiento público que hacían los médicos del hospital para que acudiese la  madre de Kerstin. ¿Pudo ver Elisabeth en esa misma televisión cómo el 23 de  agosto de 2006 escapaba la joven vienesa de 18 años Natascha Kampusch de su  secuestrador después de haber pasado 10 años encerrada? ¿No intentaron Elisabeth  y sus hijos escapar nunca del sótano? El monstruo les advertía de que si intentaban  hacerlo se activaría un mecanismo por el que morirían gaseados. La policía  investiga ahora si existía dicho invento.
 El  terrible secreto que Josef Fritzl guardó durante un cuarto de siglo aún puede  deparar más sorpresas. Pero la propia Natascha Kampusch ha declarado que lo  mejor que puede hacer la sociedad por Elisabeth y sus hijos es respetar sus  silencios. Si nadie se atrevió en 24 años a saltar sobre la tapia del vecino  Fritzl, que nadie pretenda ahora saltar los muros del hospital donde se  encuentran.