Los niños de la Coca Cola
Resulta curioso que en un país en el  cual los hospitales funcionan a duras penas, las escuelas se caen a pedazos y el  sistema judicial esté colapsado, el gobierno estrene sus facultades de  discrecionalidad presupuestaria regalando medio millón de dólares a un anciano  escritor para que construya un museo referido a su propia obra.
 No quiero abrir un juicio de valor  respecto de las cualidades artísticas del literato en cuestión, ni sobre las  ventajas de inaugurar nuevos museos.
 Simplemente lo que me llama la  atención, y el hecho anecdótico pone de manifiesto, es la absoluta incapacidad  de los argentinos para poner prioridades en la utilización de los escasos  recursos existentes.
 Claro está que esta incapacidad no es  una cualidad adquirida súbitamente por parte de quienes de repente se ven  imbuidos de la facultad de disponer de los fondos del tesoro público. Pareciera  ser que muchos de los propios ciudadanos, en su íntima esfera, tampoco son  capaces de establecer un orden de prioridades en sus extipendios. Lo grave en  realidad no es que se destinen los recursos a usos que personalmente no  considero útiles (después de todo, ¿quien soy yo para decir que es lo útil y que  no?), sino que, partiendo de los propios fines que las personas declaran tener,  se puede observar que el uso de los recursos no se condice con la consecución de  dichos fines. Es decir, hay una contradicción entre los fines declarados y los  medios empleados para alcanzarlos.
 De niño me crié en un ambiente, por  así decirlo, bastante austero. Si había algo que no nos sobraba era precisamente  el dinero, y ciertos consumos eran lujos que no podíamos darnos. Por distintos  motivos, era medianamente común que acompañase a mi padre o algún otro familiar  a las casas de conocidos, proveedores, etc. de una condición más humilde aún,  generalmente en zonas suburbanas donde las construcciones nunca están terminadas  y el pavimento es una utopía. Sin embargo, había un motivo por el cual me  gustaba ir por esos pagos: invariablemente era convidado con Coca  Cola.
 La Coca Cola era en casa un bien  reservado a ocasiones especiales, las bebidas habituales eran el agua y, en el  mejor de los casos, la soda. La Coca Cola era una suerte de lujo innecesario.  Sin embargo, en esas casas de Laferrere, San Martín o José C. Paz, que ni  revoque en las paredes tenían, nunca faltaba la gaseosa fría en la heladera. A  esos niños aún más humildes que yo jamás les faltó la Coca Cola. Yo nunca falté  a la escuela.
 Visto en perspectiva, no quedan dudas  que mis padres establecieron las prioridades en el orden correcto. Me habrán  faltado muchas cosas de chico, pero si hay algo que nunca me faltó fueron la  educación y la lectura. Hoy día tengo un título de abogado, un buen empleo y un  mundo abierto de posibilidades. ¿Qué habrá sido de esos niños cuyos padres  priorizaban las gaseosas a los libros?
 No quiero caer en las  generalizaciones, pero quizá muchos de ellos estén engrosando las filas de  quienes reclaman que el Estado les de lo que no quisieron conseguir por sus  propios medios.
 Los argentinos estamos en general  acostumbrados a querer vivir los placeres del corto plazo y reclamar los  resultados que sólo habrían sido posibles con una inversión de largo plazo. No  podemos resistirnos a tomarnos una Coca Cola bien fría, pero  después nos quejamos porque no tenemos dinero para comprar libros, compramos las  entradas para el River-Boca, pero no tenemos tiempo para hacer una  visita al médico de vez en cuando (y después pretendemos que el Estado se  ocupe de las enfermedades que podríamos haber evitado). Invertimos  nuestros recursos de forma antojadiza y aleatoria, sin establecer prioridades.  Creamos un estado para que nos brinde justicia, seguridad y educación, pero  dejamos que gaste el dinero de nuestros impuestos en propaganda, financiando a  artistas ideológicamente afines, en actos públicos grandilocuentes o en  organizar un Mundial de Fútbol.
 No niego que sea lindo poder ver  Macbeth a precios subsidiados en el Teatro San Martín. Simplemente digo que, si  fuera real que nuestra prioridad es reducir la pobreza, la inseguridad y la  injusticia, no podemos darnos ese lujo mientras los pasillos de los tribunales  se encuentran atiborrados de expedientes irresueltos, las cárceles son focos de  infección y sordidez y los hospitales carecen de los insumos mínimos para su  funcionamiento.
 Evidentemente, o bien tenemos un  problema para establecer prioridades en el uso del presupuesto que se condigan  con nuestros declarados fines, o directamente tenemos un problema peor: que los  fines que proclamamos no se condicen con nuestras reales  intenciones.
 
 
 
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