Poder político y pérdida de ideas
JUAN A. ESTRADA | ACTUALIZADO 28.07.2008 - 01:00LOS partidos políticos responden a diferentes visiones sobre la sociedad. Según las ideologías y valores que defienden, surgen las distintas asociaciones políticas, cada una con su programa. En el contexto de la sociedad democrática, el parlamento es el lugar en el que se enfrentan heterogéneas corrientes políticas y formas de pensamiento diferentes, a veces contrapuestas. La lucha por el poder, es decir, por llegar al gobierno (poder ejecutivo) y controlar al parlamento (poder legislativo) no es un fin en sí mismo, sino que se presenta como la mediación necesaria para desde el gobierno y el parlamento cambiar la sociedad, en función de los valores, doctrinas e ideologías que defiende cada partido. El poder implica poder realizar las ideas que representa cada grupo político. Toca a los ciudadanos decidir en función también de sus ideologías.
El problema es que la lucha por el poder genera un proceso en el que gradualmente se pierden las ideologías, los valores y las doctrinas. Por un lado, para alcanzar el poder, hay que abrirse a un sector de la sociedad que no milita en el partido, pero cuyos votos son necesarios para ganar las elecciones. Esto lleva a mitigar la propia ideología (de derechas o de izquierda) para poder arrastrar el voto de los que no se definen claramente por ninguna de las ideologías contrapuestas. A esto se añade el procedimiento interno de los partidos, frecuentemente dominados por un líder carismático, además del control que la maquinaria central impone sobre los militantes. Se impone la disciplina de partido y se apela a la cohesión y la unidad para que todos los miembros asuman las directrices que se les dan. A esto se añade el control de la información, cuya forma extrema fue el centralismo democrático de los partidos comunistas clásicos. El comité central recibía toda la información desde la base y tomaba las decisiones. Y la base del partido obedecía y ejecutaba lo que se le indicaba.
El resultado de este planteamiento es la erosión de la democracia interna de los partidos, en los que apenas hay espacio para las discrepancias y objeciones de la base respecto de la cúspide. Los partidos se transforman además en máquinas de poder y cuando llegan al gobierno se transforman. Ya no se gobierna para cambiar la sociedad y adecuarla a la ideología que representan, sino que el objetivo es mantenerse en el poder a toda costa, aunque para ello haya que desvincularse de las ideas que antes se defendieron. El pragmatismo del poder lleva a gobernar a base de encuestas para mantener el voto que les permitan mantenerse en él. Las ideas se pierden, los valores se difuminan, las doctrinas retroceden y el poder se mantiene. Es el conquistador conquistado, que desiste de cambiar la sociedad para seguir gobernando, aunque en el camino queden ideas y personas que se aferran a la identidad perdida.
Estas reflexiones remiten a la Alemania de los años treinta, en pleno ascenso del nazismo, y provienen de la Escuela de Francfort (Horkheimer, Adorno, Marcuse...) que denunciaba la creciente pérdida de ideología de los partidos, el pragmatismo del poder y la carencia de democracia interna, que arruinaba las convicciones y hacía los partidos cada vez más semejantes, ya que todos priorizan mantenerse en el poder y dejan de lado los programas para cambiar la sociedad. Pero son tremendamente actuales porque permiten comprender cómo militantes de izquierda aparecen mezclados con los representantes de la derecha más radical para aprobar leyes de trabajo, de inmigración, de agrupación familiar, de ordenación lingüística o de enseñanza, que nunca se hubieran atrevido a defender en sus programas electorales. Y cuando algún dirigente "mete la pata" y dice alguna barbaridad, hay, frecuentemente, un agrupamiento gremial para defenderlo, aunque en privado se le critique. Y lo mismo ocurre ante problemas de corrupción.
España necesita transformar la Constitución y cambiar la ley electoral para adecuarlas a nuestras necesidades actuales, pero, tanto o más, es necesario un cambio en los partidos. Cada vez hay un sector mayor de la población desencantado con los partidos y los políticos ocupan los últimos puestos en las estadísticas cuando se pregunta a los ciudadanos por la confianza que tienen en distintas profesiones. Malos tiempos corren hoy para los pocos insensatos que buscan un equilibrio entre la convicción personal y la disciplina de partido, porque éste tiende más a ser una maquinaria de poder que una instancia ideológica para cambiar la sociedad. Y el disidente no puede hacer nada ni en el partido ni en el parlamento, ya que ninguna iniciativa puede debatirse sin el visto bueno de los órganos del partido. El resultado es que los que tienen el poder acaban imponiendose, las ideas y doctrinas retroceden, y los disconformes son silenciados, expedientados y, en ocasiones expulsados.
El problema es que la lucha por el poder genera un proceso en el que gradualmente se pierden las ideologías, los valores y las doctrinas. Por un lado, para alcanzar el poder, hay que abrirse a un sector de la sociedad que no milita en el partido, pero cuyos votos son necesarios para ganar las elecciones. Esto lleva a mitigar la propia ideología (de derechas o de izquierda) para poder arrastrar el voto de los que no se definen claramente por ninguna de las ideologías contrapuestas. A esto se añade el procedimiento interno de los partidos, frecuentemente dominados por un líder carismático, además del control que la maquinaria central impone sobre los militantes. Se impone la disciplina de partido y se apela a la cohesión y la unidad para que todos los miembros asuman las directrices que se les dan. A esto se añade el control de la información, cuya forma extrema fue el centralismo democrático de los partidos comunistas clásicos. El comité central recibía toda la información desde la base y tomaba las decisiones. Y la base del partido obedecía y ejecutaba lo que se le indicaba.
El resultado de este planteamiento es la erosión de la democracia interna de los partidos, en los que apenas hay espacio para las discrepancias y objeciones de la base respecto de la cúspide. Los partidos se transforman además en máquinas de poder y cuando llegan al gobierno se transforman. Ya no se gobierna para cambiar la sociedad y adecuarla a la ideología que representan, sino que el objetivo es mantenerse en el poder a toda costa, aunque para ello haya que desvincularse de las ideas que antes se defendieron. El pragmatismo del poder lleva a gobernar a base de encuestas para mantener el voto que les permitan mantenerse en él. Las ideas se pierden, los valores se difuminan, las doctrinas retroceden y el poder se mantiene. Es el conquistador conquistado, que desiste de cambiar la sociedad para seguir gobernando, aunque en el camino queden ideas y personas que se aferran a la identidad perdida.
Estas reflexiones remiten a la Alemania de los años treinta, en pleno ascenso del nazismo, y provienen de la Escuela de Francfort (Horkheimer, Adorno, Marcuse...) que denunciaba la creciente pérdida de ideología de los partidos, el pragmatismo del poder y la carencia de democracia interna, que arruinaba las convicciones y hacía los partidos cada vez más semejantes, ya que todos priorizan mantenerse en el poder y dejan de lado los programas para cambiar la sociedad. Pero son tremendamente actuales porque permiten comprender cómo militantes de izquierda aparecen mezclados con los representantes de la derecha más radical para aprobar leyes de trabajo, de inmigración, de agrupación familiar, de ordenación lingüística o de enseñanza, que nunca se hubieran atrevido a defender en sus programas electorales. Y cuando algún dirigente "mete la pata" y dice alguna barbaridad, hay, frecuentemente, un agrupamiento gremial para defenderlo, aunque en privado se le critique. Y lo mismo ocurre ante problemas de corrupción.
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RODRIGO GONZALEZ FERNANDEZ
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